Mi vida laboral comenzó a los 9 años
cuando contestaba teléfonos y sacaba copias en la oficina de mi papá y desde
entonces no he parado de trabajar. A los 12 me hacía cargo de los hijos de mis
vecinos los fines de semana, a los 14 impartía clases de artesanías en cursos
de verano para niños, a los 15 etiquetaba productos cosméticos naturales que fabricaban
unos gringos hippies, a los 16
mesereaba en un café muy popular de la ciudad, a los 17 vendía enciclopedias de
puerta en puerta, de los 19 a los 23 supervisé diferentes áreas del Museo Trompo
Mágico, a los 24 intenté ser docente en dos primarias mientras me certificaba
para enseñar la filosofía yóguica y, cuando me embaracé a los 25, se me ocurrió
que el trabajo ideal para mí esos 9 meses sería contestar teléfonos en una
prometedora compañía de telefonía hispanoamericana. He pasado por muchos
altibajos en mi vida, pero creo que haber trabajado para esa empresa que se regía
bajo el slogan de “haciendo realidad tus sueños” me hizo sentir igual de
reprimida que cuando vivía bajo el mando de mi madrastra.
Monotonía, constante supervisión,
promesas no cumplidas, falta de estímulo intelectual, metas huecas,
pretensiones, el reloj recordándome que faltaban 4 horas para salir… no duré ni
dos meses.
Crecí en una familia workaholic. Desde que tengo memoria mis papás no han dejando de
trabajar. Pasé las tardes de mi infancia en una u otra de sus oficinas. Ahora
los veo y me doy cuenta de que no quiero terminar como ellos. Mi mamá sufrió un infarto cerebral a los 52
años. Causa: estrés laboral. Mi papá perdió su fábrica con la crisis del 94 y
pagó sus deudas con todas y cada una de sus propiedades. Resultado: nada, no
tiene nada.
Quizá por eso le tengo tanto repudio a
los empleos. Porque me recuerdan esos barrotes entre los que vivieron mis
padres toda su vida. Me gusta trabajar,
pero no he podido encajar en el esquema tradicional de las empresas. No me gusta la monotonía, ni el código de
vestimenta, ni firmar hora de entrada y de salida. Me gusta que confíen en mí y
me den rienda suelta, así es como yo trabajo mejor. Estoy a favor de la
flexibilidad de horarios porque me gusta comprometerme en muchas actividades y viajar.
Y como un lugar de trabajo así no existe, tengo muchos años siendo mi propia
fuente de trabajo. Organizo mis tiempos
de estudio, de mamá, de ama de casa, de pareja y, entre todos esos, inmiscuyo
una que otra clase de yoga, uno que otro masaje, una que otra venta de algo,
algún taller y, todavía me queda tiempo para desarrollar mis proyectos
culturales. Para mí esta relación que yo llevo con el trabajo es un ejemplo de lo
que Pablo Fernández[1]
llamaría epistemología del encantamiento, pues mi trabajo me dota de
conocimiento, interactúo con él y entablo un diálogo, de ninguna manera es una
correlación unilateral. Por supuesto que no es fácil vivir como yo lo hago,
pero no me puedo permitir a mi misma vincularme de ningún modo con el nuevo
mundo del trabajo.
Estoy consciente claro, de que millones
de personas en todo el mundo sí lo hacen. Reflexiono entonces, ¿desde dónde yo, satanizo y rechazo esta
forma de trabajar? Desde mi propia experiencia. Desde lo que me tocó vivir
con mis padres, desde la personalidad rebelde que forjé por haber vivido
vigilada y reprimida, desde el ejemplo que recibí de la idea de que los límites
son intraspasables.
Como no veo a la gente feliz y me da
tristeza, cuestiono mucho este tema. Por eso me interesé en el texto que
escribió Vivian Abenshushan en su blog[2],
porque lo hace igual que yo, contradiciendo
y queriendo embestir a este mundo capitalista y sus formas esclavizantes
de producción masiva. Ahorrando hasta el
último centavo sin importar a quién perjudique. Ella dice que desde el siglo XIX
una nueva moralidad, la moralidad del dinero, proclamó el pecado de “perder el
tiempo”. Dice que se acabó la era contemplativa, que sólo queda la televisión y
que a todos los que la miran con alarma les dice que son ellos quienes le
preocupan.
También me interesé por el texto de un
psicólogo social de nombre José Vicente Losada, quien, por cierto, murió hace
menos de un año, en el que escribió acerca del estrés relacionado al trabajo[3].
Él manifiesta que el ambiente de las organizaciones actuales parece ser un
“cultivo especialmente nutritivo para las situaciones estresantes.” Tristemente dice que individuos y
organizaciones han desarrollando la capacidad de conformarse o habituarse a las
deficiencias de la calidad de vida que acompañan a esas situaciones. Dice que el fenómeno que se conoce como
“adicción al trabajo” tiene una imagen aceptable y es admisible en el mundo
contemporáneo pese a que destruye individuos y familias enteras igual que una
adicción.
Me parece importante entonces, plantear
el siguiente cuestionamiento epistemológico respecto al tema del que he venido hablando:
¿Desde dónde se ha instaurado la forma
de trabajo que tenemos actualmente? ¿Por qué sociedades enteras en todas
partes del mundo han adoptado este modo de trabajar? ¿Qué ha propiciado que
dejemos nuestros sueños atrás y nos enfoquemos únicamente en las ganancias
materiales?
Para responder a estas preguntas me pongo
a pensar en el antropólogo social, Clifford Geertz, quien habla del sentido
común[4].
Lo relaciono porque él habla de cómo el sentido común de las culturas se va
construyendo en base a sus experiencias y nunca es igual, sino que se va
modificando y el sentido común colectivo es imponente ante las decisiones que
toman las personas pertenecientes a esa cultura. Es decir, siempre va a haber
tendencias a reaccionar de cierta manera hacia las cosas por la influencia de
estas creencias colectivas. Me pregunto si esto es lo que pasa con nuestra
sociedad actual, si estamos siendo víctimas de un sentido común que nos está
arrojando a un túnel sin salida.
Lo que dice Vicente Losada de que hoy en
día ser adicto es al trabajo no es mal visto, es real, yo pertenecí a una
familia en donde trabajar en exceso era lo normal y lo aplaudible.
En un universo tan relativo como este donde
coexisten múltiples posibilidades y fenómenos de todo tipo, es importante
aprender desde dónde vienen nuestras creencias, en base a qué eje nos movemos
en la vida y por qué tomamos las decisiones que tomamos. Si lo hacemos, nos
entenderemos a nosotros mismos y nos liberaremos de preconcepciones vacías que
muchas veces venimos siguiendo desde generaciones atrás y que sólo nos hacen
daño.