domingo, 23 de febrero de 2014

Vivir para trabajar


Mi vida laboral comenzó a los 9 años cuando contestaba teléfonos y sacaba copias en la oficina de mi papá y desde entonces no he parado de trabajar. A los 12 me hacía cargo de los hijos de mis vecinos los fines de semana, a los 14 impartía clases de artesanías en cursos de verano para niños, a los 15 etiquetaba productos cosméticos naturales que fabricaban unos gringos hippies, a los 16 mesereaba en un café muy popular de la ciudad, a los 17 vendía enciclopedias de puerta en puerta, de los 19 a los 23 supervisé diferentes áreas del Museo Trompo Mágico, a los 24 intenté ser docente en dos primarias mientras me certificaba para enseñar la filosofía yóguica y, cuando me embaracé a los 25, se me ocurrió que el trabajo ideal para mí esos 9 meses sería contestar teléfonos en una prometedora compañía de telefonía hispanoamericana. He pasado por muchos altibajos en mi vida, pero creo que haber trabajado para esa empresa que se regía bajo el slogan de “haciendo realidad tus sueños” me hizo sentir igual de reprimida que cuando vivía bajo el mando de mi madrastra.

Monotonía, constante supervisión, promesas no cumplidas, falta de estímulo intelectual, metas huecas, pretensiones, el reloj recordándome que faltaban 4 horas para salir… no duré ni dos meses.

Crecí en una familia workaholic. Desde que tengo memoria mis papás no han dejando de trabajar. Pasé las tardes de mi infancia en una u otra de sus oficinas. Ahora los veo y me doy cuenta de que no quiero terminar como ellos.  Mi mamá sufrió un infarto cerebral a los 52 años. Causa: estrés laboral. Mi papá perdió su fábrica con la crisis del 94 y pagó sus deudas con todas y cada una de sus propiedades. Resultado: nada, no tiene nada.

Quizá por eso le tengo tanto repudio a los empleos. Porque me recuerdan esos barrotes entre los que vivieron mis padres toda su vida.  Me gusta trabajar, pero no he podido encajar en el esquema tradicional de las empresas.  No me gusta la monotonía, ni el código de vestimenta, ni firmar hora de entrada y de salida. Me gusta que confíen en mí y me den rienda suelta, así es como yo trabajo mejor. Estoy a favor de la flexibilidad de horarios porque me gusta comprometerme en muchas actividades y viajar. Y como un lugar de trabajo así no existe, tengo muchos años siendo mi propia fuente de trabajo.  Organizo mis tiempos de estudio, de mamá, de ama de casa, de pareja y, entre todos esos, inmiscuyo una que otra clase de yoga, uno que otro masaje, una que otra venta de algo, algún taller y, todavía me queda tiempo para desarrollar mis proyectos culturales. Para mí esta relación que yo llevo con el trabajo es un ejemplo de lo que Pablo Fernández[1] llamaría epistemología del encantamiento, pues mi trabajo me dota de conocimiento, interactúo con él y entablo un diálogo, de ninguna manera es una correlación unilateral. Por supuesto que no es fácil vivir como yo lo hago, pero no me puedo permitir a mi misma vincularme de ningún modo con el nuevo mundo del trabajo.

Estoy consciente claro, de que millones de personas en todo el mundo sí lo hacen. Reflexiono entonces, ¿desde dónde yo, satanizo y rechazo esta forma de trabajar? Desde mi propia experiencia. Desde lo que me tocó vivir con mis padres, desde la personalidad rebelde que forjé por haber vivido vigilada y reprimida, desde el ejemplo que recibí de la idea de que los límites son intraspasables.

Como no veo a la gente feliz y me da tristeza, cuestiono mucho este tema. Por eso me interesé en el texto que escribió Vivian Abenshushan en su  blog[2], porque lo hace igual que yo, contradiciendo  y queriendo embestir a este mundo capitalista y sus formas esclavizantes de producción masiva.  Ahorrando hasta el último centavo sin importar a quién perjudique. Ella dice que desde el siglo XIX una nueva moralidad, la moralidad del dinero, proclamó el pecado de “perder el tiempo”. Dice que se acabó la era contemplativa, que sólo queda la televisión y que a todos los que la miran con alarma les dice que son ellos quienes le preocupan.

También me interesé por el texto de un psicólogo social de nombre José Vicente Losada, quien, por cierto, murió hace menos de un año, en el que escribió acerca del estrés relacionado al trabajo[3]. Él manifiesta que el ambiente de las organizaciones actuales parece ser un “cultivo especialmente nutritivo para las situaciones estresantes.”  Tristemente dice que individuos y organizaciones han desarrollando la capacidad de conformarse o habituarse a las deficiencias de la calidad de vida que acompañan a esas situaciones.  Dice que el fenómeno que se conoce como “adicción al trabajo” tiene una imagen aceptable y es admisible en el mundo contemporáneo pese a que destruye individuos y familias enteras igual que una adicción.

Me parece importante entonces, plantear el siguiente cuestionamiento epistemológico respecto al tema del que he venido hablando: ¿Desde dónde se ha instaurado la forma de trabajo que tenemos actualmente? ¿Por qué sociedades enteras en todas partes del mundo han adoptado este modo de trabajar? ¿Qué ha propiciado que dejemos nuestros sueños atrás y nos enfoquemos únicamente en las ganancias materiales?

Para responder a estas preguntas me pongo a pensar en el antropólogo social, Clifford Geertz, quien habla del sentido común[4]. Lo relaciono porque él habla de cómo el sentido común de las culturas se va construyendo en base a sus experiencias y nunca es igual, sino que se va modificando y el sentido común colectivo es imponente ante las decisiones que toman las personas pertenecientes a esa cultura. Es decir, siempre va a haber tendencias a reaccionar de cierta manera hacia las cosas por la influencia de estas creencias colectivas. Me pregunto si esto es lo que pasa con nuestra sociedad actual, si estamos siendo víctimas de un sentido común que nos está arrojando a un túnel sin salida.

Lo que dice Vicente Losada de que hoy en día ser adicto es al trabajo no es mal visto, es real, yo pertenecí a una familia en donde trabajar en exceso era lo normal y lo aplaudible.

En un universo tan relativo como este donde coexisten múltiples posibilidades y fenómenos de todo tipo, es importante aprender desde dónde vienen nuestras creencias, en base a qué eje nos movemos en la vida y por qué tomamos las decisiones que tomamos. Si lo hacemos, nos entenderemos a nosotros mismos y nos liberaremos de preconcepciones vacías que muchas veces venimos siguiendo desde generaciones atrás y que sólo nos hacen daño.






[1] "El conocimiento encantado", de Pablo Fernández Christlieb. (2008)
[3] El estrés en la vida y en el trabajo. Hacia una vision más ecológica.  José Vicente Losada. (2011) Debates IESA
[4] El sentido común como sistema cultural. Clifford Geertz (1999) Ensayos sobre la interpretación de las culturas.   Paidós, Barcelona. pp. 93-116

domingo, 2 de febrero de 2014

El conocimiento encantado


Creo que nuestro mundo está hecho de epistemologías de la distancia y de epistemologías de la fusión. No hay duda. Incluso ha de estar hecho de una epistemología con la mezcla de las dos.  Los humanos somos expertos en “operar el mundo sin preguntarle su opinión”, como dijo Pablo Fernández, y también en dejarnos llevar por nuestros sentimientos hacia un pozo oscuro sin salida.

Me ha gustado mucho como Fernández ilustra de una forma tan poética el coexistir con el mundo en su definición de epistemología del encantamiento. Y es que, sí, exactamente eso es lo que hace falta en esta Tierra, MAGIA. Fundirnos con el exterior pero sin olvidarnos de nosotros mismos. Empatizar, dialogar, abrazar en todo el sentido de la palabra. 


Desde mi profesión le va muy bien este último tipo de epistemología, pues creo que admirar cualquier tipo de arte es entrar al mundo de la magia, es fundirte en el momento. Creo que promover el arte desde esta epistemología es lo ideal, pues si lo hago desde una mirada de poder sobre los demás no se lograría el objetivo noble de acercar a las personas al arte. Y lo mismo, si me fundo sin sentido en ese mundo, quizá no logre dar nada a los demás. Escojo hacer magia, entonces.